Sábado en el centro

Acordamos llegar en metro. Es la mejor manera de entrar o salir del centro –léase primer cuadro del Distrito Federal. El plan original incluía la visita a dos museos, unas chelas, un recorrido por las callecitas plagadas de ofertas, maravillarnos en la Catedral y ver (a lo mejor hasta cruzar caminando) el Zócalo. En teoría todo eso es posible en un recorrido de varias horas en  el centro. Pero el centro nunca se limita a darte lo que buscas, el centro siempre te sorprende, te defrauda, te anima, te harta, te agota y te carga de energía. O sea, el centro es un caos en el que ningún plan tiene derecho a funcionar, porque en el centro pasan cosas cósmicas que nos alteran a todos, más en sábado.

Después de un largo recorrido incluidas 8 estaciones del metro, más un trasbordo, iniciamos el recorrido en el Palacio de Bellas Artes que encontramos lleno fuera, es decir, en su plaza, y vacío dentro, cosa que en lugar de funcionar como una invitación a recorrer sus tranquilas salas, fue una patada que nos lanzo al sol y a la muchedumbre ¿por qué? no lo sé, pero si ya estas en el centro, lo que te llama son las masas, la tribu. Caminamos hasta el museo de San Ildefonso. ¿Queríamos gente? Pues ahí teníamos a montones. Con todo y todo, no tardamos más de 30 minutos en cruzar la taquilla, previo pago de 45 pesotes. La exposición principal: Ron Mueck, escultor hiperrealista, australiano, divertido.


Lo interesante de ir a una exposición en sábado o domingo al centro es el doble espectáculo que te brinda por un lado la exposición y por el otro los visitantes. Los estudiantes tomando notas absurdas para comprobar sus asistencia, ya son un clásico, pero en esta exposición, me imagino que por el tipo de obras que se presentan, también había muchas familias que se habían tomado aquello como una visita al museo del horror. Por que sí, lo que hay es carne desprovista a propósito de deseo, carne fría inconciente de su propia flacidez, la desnudez de la vida cotidiana y el vértigo del juego de escalas.  Para ver cada pieza había que hacer fila y los comentarios iban desde el “mírale las uñitas”, pasando por el “fúchila de pollo”. Uno puede hacer todo tipo de interpretaciones y reflexiones en torno a la obra de Ron Mueck, eso me pareció extremadamente divertido, porque se trata de piezas de un realismo sorprendente, y porque además son absurdas, críticas, cómicas e incluso perversas. Así que dependiendo del grado de cinismo y desde luego de las ganas de deconstruir e interpretar, los visitantes pueden encontrar una exposición de piezas admirablemente bien hechas, experimentar un salto cuántico al presenciar figuras que trastocan la escala de nuestra existencia, confrontarnos con la dureza al ver un cuerpo desnudo despojado de sensualidad, brutalmente real, vulnerable y reconocible o tomar un montón de fotos simpáticas. Por todo eso, por la facilidad con la que la obra se deja apreciar y por los múltiples niveles de interpretación que permite, les aseguramos una visita cotorrona.

Apenas saliendo del museo, el cochino pecado se nos hizo presente en dos opciones: a) vasito de plástico escarchado con sal y limón, hielo en trozo y agua mineral, todo adornado con una rodaja de limón. El puesto, un carrito del supermercado adaptado. Opción b) canasta sobre huacal con papa, chicharrón y churritos, todos fritos aderezados con jugo de limón, sal y chile. Optamos por la alternativa b) + chelas.

Beber en el centro es asunto mayor y delicado, cosa de expertos, cosa de gente de pantalón largo, hay tantos lugares para hacerlo como estados de ánimo se le ocurran a la humanidad. Nosotras queríamos terraza, nada más, de preferencia algo medio impersonal, con vista al mero centro: la terraza del Centro Cultural de España. Terminamos las chelas a las 6:30 p.m. y ni siquiera habíamos completado la mitad de nuestro planeado recorrido. Al rodear Templo Mayor para llegar al Zócalo nos topamos con los concheros y sanadores, obvio tuvimos que hacernos una limpia (restriego de hierbas de olor y  sahumerio de copal); de entre todos los sanadores vestidos autóctonamente, para limpiarnos escogimos al más ruquito, bueno al más correoso, no estamos seguras de que fuera el más viejo, personalmente creo que solamente era el corrido con menos aceite, ya de cerca y viéndolo chimuelo asumí que además al copal, parecía adicto a otros vapores. Nuestro campo energético quedó rechinando de limpio por la  módica cantidad de cinco pesitos.

Ya en el zócalo nos colocamos en segunda fila para ver la ceremonia cívico-militar de bajar la bandera. El hecho nos hizo recordar momentos estúpidos de la Primaria como cuando una de nosotras (misterio) estaba en la escolta de la escuela y todos eran tan malos para marchar que siempre terminaban atropellando a los niños formados. La amenaza de lluvia nos hizo descender al inframundo del metro y abandonar El Centro. Como despedida, el corazón de la ciudad nos regaló la visión de limusinas rosas con media docena de hermosísimas quinceañeras, que la verdad parecían perritos chihuahua disfrazados de princesas.